01 Jan
01Jan

Las vacaciones son los eventos que más huellas han dejado en mi vida. Mis padres se separaron cuando yo apenas tenía tres años, esto me permitió salir de vacaciones de verano con mi padre, a partir de los cuatro años, la última quincena de febrero. Cada año visitábamos un balneario diferente -Pichilemu, Quinteros, Constitución- para conocer nuestro extenso litoral, sus peculiaridades: gastronómicas, ambientales y su gente. Fueron diecisiete años de experiencias inolvidables que llegaron a su fin cuando contraje matrimonio.

Nuestras primeras vacaciones con mi marido tuvieron muchas similitudes: recorrimos todo el norte de Chile en nuestro “Fito”, un noble Fiat 600, cuya única falla era el corte de la correa del ventilador, en pleno desierto, que se arreglaba artesanalmente y resistía hasta su cambio por una nueva. Parábamos en cada pueblecito para conocerlo, comer y sacar fotos; me atrajo el nombre Combarbalá y nos desviamos para ir a almorzar. El pueblo había sido asolado por un fuerte terremoto y pasaba por una fuerte crisis política, no había restoranes y tuvimos que conformarnos con unas galletas Tritón, hasta llegar a otro lugar donde almorzar, y una reprimenda “Tú y tus locas ideas de conocerlo todo”, que no me afectó porque venía feliz con el souvenir que había comprado, una “paloma de la paz” tallada en piedra de combarbalita. Al llegar a Antofagasta mi marido decidió que tomásemos un bus nocturno hasta Arica para que “manos expertas” nos trasladaran por una de las rutas más peligrosas del mundo: La cuesta Camarones. Llegamos muy temprano a esta hermosa ciudad, con palmeras por doquier y un agradable clima árido, A pesar de no contar con auto recorrimos muchos lugares, incluso atravesamos la frontera con Perú para conocer Tacna y fanfarronear que era un viaje internacional. El viaje de regreso nos permitió conocer otros lugares poco difundidos como atracción turística. Lo único que no pudimos visitar fue Iquique, que tuvo que esperar muchos años mi visita, pero lo importante es que lo logré conocer ¡más vale tarde que nunca!

Al año siguiente el recorrido fue hacia el sur con la misma modalidad, desviarnos de la ruta para conocer pueblitos como Rari donde conocí la artesanía con crin de caballo, Quinchamalí con artesanías en greda negra con hermosos diseños en blanco, el lago Budi cuya característica es ser de agua salada, entre otros. En este viaje nuestro Fito nos llevó hasta Chiloé, que era el último lugar donde se podía llegar por tierra. Años después, cuando se construyó la Carretera Austral, visitamos el resto del Sur con nuestros hijos y conocimos la Laguna San Rafael, El lago General Carrera con todos sus pueblos, Puerto Natales y Torres del Paine, pero a esa altura yo ya sabía conducir y muy a pesar mío tuve que colaborar con esa tarea. Nunca me ha gustado conducir porque me impide observar el entorno porque tengo que lidiar con los malos conductores, estar atenta a los baches del camino, a las señales del tránsito, etc. Agradezco a mi destino que me permitió ser copiloto de asiduos “amantes del volante” que, sin imaginarlo, colaboraron con mi pasión: plasmar con pintura al óleo sobre una tela, todos los lugares de mi lindo país, basada en mis recuerdos.

Ya conocíamos todo Chile cuando comenzamos a viajar al extranjero, primero a países vecinos -Argentina, Uruguay, Perú, Bolivia y Brasil- para seguir extendiendo las alas a otros continentes. He disfrutado cada uno de los lugares visitados, pero nunca los he plasmado en telas, para eso existen artistas locales que pueden darle un toque emocional y patrimonial. Además, mi país tiene tantos lugares maravillosos que aún no se ha agotado la fuente de inspiración y espero que surjan nuevas experiencias posibles de recrear para continuar con mi desafío: difundir Los paisajes y costumbres de Chile, tanto a nivel nacional como internacional.

Cuando nació mi hija Tatiana, cinco y medio años después del matrimonio, comencé a veranear con ella en la casa de veraneo que mi papá se construyó en Algarrobo. Por un lado, deseaba que conviviera con su familia materna y disfrutase de las anécdotas y cuentos que contaba mi padre, especialmente “La aventuras de Ver al uno y Ver al otro con el dragón de las 7 cabezas”, un cuento larguísimo que me relataba antes de dormir, muchas veces él se dormía y yo lo despertaba para que comenzara desde el principio. ¡Pobrecito mi viejo lindo! Con los años descubrí que era tan largo porque él había mezclado dos cuentos infantiles que le contaba su padre cada noche, una costumbre que también adopté… Me encantan las tradiciones familiares porque representan el amor compartido, la unión e identidad familiar y me apena que cada día se han ido perdiendo por el ritmo acelerado de vida, la globalización que favorece celebraciones globales, como Halloween, por sobre las locales y los avances tecnológicos que han limitado las interacciones familiares.

Por otro lado, quería que disfrutara las hermosas playas que existían en ese balneario. Eran ensenadas, rodeadas de rocas y con aguas tranquilas de color turquesa, ideales para nadar y seguras para niños. Nuestras favoritas eran El Pejerrey y El Canelillo, esta última me traía hermosos recuerdos de mis últimas vacaciones con mi padre, previas a mi matrimonio, y tal vez para él, la belleza de su entorno: un bosque de pinos y tranquilas aguas cristalinas que invitaban a la conexión con la naturaleza, lo motivaron a construir ahí su casa de veraneo. El Canelillo era poco conocida, existían dosformas de accedercaminandopor el borde costero hasta al roquerío, que debíamos escalar para cruzar a la playa o en automóvil cuyo acceso era desde la parte superior: debíamos descender cruzando el bosque de pinos, por senderos naturales que tenían con rústicas barandas, hasta llegar a las arenas blancas donde podíamos instalar un quitasol o simplemente guarecernos de los rayos del sol a la sombra de los pinos. Había un quiosco que ofrecía bebestibles, snacks, cigarrillos y por un parlante trasmitía la música de moda. Era tan idílica que tuve la necesidad de plasmarla en la siguiente obra Playa El Canelillo.



Cecilia Byrne, Playa El Canelillo,  óleo sobre tela, 40 x 50, 2024

Mi padre falleció en esa casa y fue enterrado en el cementerio local. A pesar del dolor por su partida, mientras el ataúd descendía, la puesta de sol en el mar me conectó con él, y sentí que estaríamos siempre juntos. ¡Cuántas puestas de sol habíamos disfrutado y seguiríamos disfrutando!

Mi hermana menor heredó la casa, esto nos permitió visitarla ocasionalmente ya sea para los aniversarios de la muerte de mi padre o para su cumpleaños el día 11 de febrero. Un año quise llegar más temprano para visitar mi adorada playa, pero fue la peor idea que he tenido pues me encontré con condominios de edificios con piscinas y los pinos podados para que los veraneantes tuviesen vista al mar, la playa atestada de gente, en la orilla kayak, bicicletas acuáticas y la aglomeración de gente me hizo abandonar ese lugar con el corazón desgarrado, una mezcla de rabia e impotencia, difícil de explicar, por esa urbanización desenfrenada, por las malas decisiones humanas y la falta de aprecio por lo que parecía intocable. Es un recordatorio amargo: mejor guardar los recuerdos con carga emocional como un tesoro, porque hoy, pueden no ser un reflejo de esa realidad …