Una de las cosas que más he extrañado, en Santiago de Chile, son los antiguos almacenes de abarrotes que existían en cada comuna y que fueron desplazados lentamente por los supermercados -Almac, Montserrat, Montecarlo- y los hipermercados Jumbo, entre otros. En mis viajes por otras regiones de Chile y Europa encuentro esos almacenes o emporios con sus estanterías llenas de abarrotes, los vendedores detrás del mostrador atendiendo amablemente a sus clientes, en una relación amistosa y confiable, un lugar donde el tiempo parece haberse detenido, un refugio contra la prisa del mundo moderno.
La nostalgia y encanto de esos almacenes, donde cada rincón parece contar una historia me estimularon a plasmar en óleo sobre tela la siguiente obra que titulé El almacén de mi barrio.
Desde el momento en que cruzaba su puerta de madera desgastada, al son de un leve chirrido, me sentía transportada a otro mundo. Sus paredes de adobe estaban revestidas con altas estanterías que llegaban al techo, siempre repletas de todo tipo de productos ordenados de manera caótica, que solo los dependientes comprendían: frascos de vidrio llenos de mermeladas, conservas y dulces; latas metálicas con alimentos en conservas y cervezas; botellas de vidrio con bebidas de fantasía, vinos y licores; cajas de leche, galletas, confites y de infusiones, bolsas con legumbres, arroz, cereales; tarros de leche en polvo, Milo, Cerelac y Café, entre otros.
En el mostrador, la pieza central de madera maciza que nos separaba, había varios elementos: una balanza de metal con pesas, una caja registradora que sonaba con un "ding" al abrirse y productos que se vendían a granel como el aceite, caramelos, tallarines y huevos.
Cecilia Byrne, El almacén de mi barrio, óleo sobre tela, 50 x 60, 2025
En el ambiente se olía a una mezcla inconfundible de -especias, café recién molido, pan recién horneado- un aroma que despertaba el apetito. En invierno estaba encendida la estufa de leña, junto a la cual los clientes habituales se ponían a conversar mientras esperaban ser atendidos. Algo que llamaba mi atención de las clientas era que iban muy bien vestidas, con sus trajes de dos piezas, sombreros y los infaltables guantes, como si fueran a visitar a una amiga o hacer trámites importantes.
El dueño del almacén, don Manuel, nos conocía a todos por el nombre, recordaba los pedidos de memoria y anotaba en una libreta la cuenta que, generalmente se pagaba semanalmente o mensualmente previo acuerdo con el dueño. Eran un lugar donde las compras más que una transacción eran momentos de conexión y de relaciones interpersonales.
Entre mis más preciados recuerdos estaban mis compras de los sobres que contenían las láminas de los álbumes que coleccioné; Animales en figuritas el año 1960, Campeonato Mundial de Futbol 1962 y El Cid 1962. Era un momento muy emocionante pues ponía toda mi fuerza y energía en elegir el sobrecito que pudiese contener la lámina más difícil de conseguir, el León, en el caso de los Animales en figuras. Era muy difícil completar un álbum y la cantidad de láminas repetidas superaba el número total de láminas del álbum. Solo podíamos cambiarlas con los compañeros de colegio y amigos del barrio. Eso me desilusionó tanto que nunca más volví a coleccionar álbumes y me dediqué a los negocios: Iba al almacén a comprar, cada mañana, antes de irme al colegio, diez dulces masticables que costaban $10 c/u y yo vendía a $20, lo que me daba una ganancia diaria de cien pesos, quinientos pesos a la semana, que guardaba celosamente en una alcancía artesanal; un tarro de Nescafé con su tapa ranurada Junté lo suficiente para comprarme un vestido, importado de USA, que me vendió una amiga de mi abuelita Margarita. A pesar de ese logro, con el que me sentí muy satisfecha, no continué por ese rumbo.
Las compras que realizaba para la casa eran más atractivas: tarros de leche condensada para que mi abuelita me preparara en la olla a presión un delicioso manjar blanco o dulce de leche, que cocinaba por mucho tiempo para que su color fuese marrón muy oscuro. ¡Se me hace agua la boca de solo recordar el tarro abierto y la cuchara en mi mano!
Los huevos frescos, de gallina de campo, con sus yemas anaranjadas, eran otra de mis compras favoritas, sobre todo por la forma en que los envolvían utilizando hojas de papel de periódicos. Ponían tres huevos en hilera, los enrollaban con el papel y ponían tres huevos más que enrollaban. Finalizaban envolviendo con otra hoja para darle más firmeza y seguridad al paquete.
También se vendían productos farmacéuticos como tiritas de Cafiaspirina para la fiebre, sal de frutas para la acidez y Leche de Magnesia para favorecer la digestión y otros usos dermatológicos. Mi mamá me cubrió con esa leche las quemaduras de segundo grado, producto de una insolación, para aliviar el dolor de mi piel. Sin embargo, no todas las personas le daban el uso correcto: cuando realizaba una práctica de Enfermería, en el servicio de urgencia pediátrica, ingresó un lactante deshidratado por una diarrea producida por la ingesta de leche de Magnesia. Su madre analfabeta pensó que era una buena leche para alimentar a su hijo y por su ignorancia ¡Casi lo mata!
Las bebidas de fantasía eran de vidrio y tenían formas muy características: la Cola Cola con pliegues verticales en la mitad inferior, la Orange Crush de color café con pliegues pequeños horizontales en toda su extensión, el sorbete Letelier con sus guindas rojas, entre otras. Esa imagen se grababa en nuestra mente y podía provocar graves accidentes como el que sufrió una niñita de tres años: encontró una botella de Coca Cola con aguarrás que habían dejado unos pintores, y pensando que era su bebida favorita ingirió su contenido con trágicas consecuencias. A raíz de esto se prohibió la venta de combustibles en este tipo de envases.
Una de las cosas graciosas que recuerdo de esas compras era cuando don Manuel me daba caramelos como parte del vuelto, ¡una buena gratificación para los niños que esperaban con ansias que escaseara el sencillo para los vueltos!
En los meses de festividades especiales se agregaban otras ofertas atractivas para los clientes, así para semana santa los famosos huevitos y conejitos de chocolate, para el día de la madre colonias, perfumes y maquillajes; para fiestas patrias en septiembre eran las banderitas de Chile y volantines, para Navidad adornos y regalos alusivos que envolvía con papeles de diseños navideños.
En un mundo donde la rapidez y la tecnología parecen dominarlo todo, los almacenes antiguos nos recuerdan la belleza de lo sencillo, de lo hecho con cariño y paciencia. Son lugares que guardan más que productos: atesoran historias, risas, encuentros y la calidez de una época en la que todo parecía tener más tiempo para ser vivido.
Cuando cruzamos las puertas de uno de estos almacenes, no solo compramos un dulce o un paquete de harina; adquirimos un instante de conexión con nuestras raíces, con un pasado que nos habla de quienes fuimos y de lo que aún podemos rescatar.
En cada rincón de sus estantes y en cada arruga del vendedor que atiende detrás del mostrador, habita un recordatorio de que hay tesoros que ni el paso del tiempo ni la modernidad pueden borrar. Tal vez por eso, al salir de uno de estos lugares, siempre llevamos algo más que nuestras compras: llevamos el alma llena de recuerdos y de ese calor humano que, por suerte, todavía habita en ciertos rincones del mundo.